La mujer romana

1. Introducción: 

¡Oh Zeus! ¿Por qué, pues, sacaste a la luz del sol a las mujeres,

una calamidad ambigua para los hombres?  

(Eurípides, Hipólito, vv. 616-617)

      La situación de la mujer romana no fue siempre la misma, hecho que no resulta extraño si entendemos la evolución del pueblo romano. Nada cuesta imaginar que desde que aquella primitiva aldea del Latium llegó a convertirse en un extenso imperio, muchas fueron las transformaciones experimentadas en las estructuras económicas, políticas y sociales. A lo largo de la historia de Roma asistimos a períodos de ingentes riquezas, de equilibrada legislación, de poderes desmesurados para desembocar en una profunda crisis que sería el fin para una profusa civilización, cuya herencia ha sobrevivido hasta nuestros días. En este sentido las condiciones de la mujer romana corren paralelas a los cambios de la historia en su sociedad. Pero, como ocurre en cualquier sociedad las condiciones de estas mujeres se ven afectadas también por la clase social a la que pertenecen.

2. La mujer en la sociedad romana:

      En Roma era la Ley la que determinaba el núcleo familiar. La esposa no es de la familia del esposo, la madre no es de la familia de sus hijos, los mismos hijos en ocasiones no pertenecen a  la familia del padre. Quien compare el código de Manu con la legislación romana se admirará de la semejanza de sus disposiciones:

«La mujer- dice Manu- reviste en el matrimonio todos los dotes personales de su marido, no es nada de por sí, su único deber es honrar a su esposo».

      En Roma, la mujer, el hijo, la esclava no poseen nada por sí mismos. Cuanto puedan adquirir es propiedad de aquel de quien dependen. Esto viene a demostrar la influencia oriental en la organización civil romana. La mujer tiene un papel secundario, dogma de la antigua moral romana, su puesto estaba en la casa, no pudiendo participar en la vida pública, hallándose excluida de los Comicios, Senado y Magistratura. Era ante el Derecho inferior al varón. Las concepciones sociales y las normas jurídicas, consideraron a la mujer destinada al matrimonio y al hogar. La base de este dogma de la moral reside en la existencia de un decoro convencional. No es que estuviera incapacitada o excluida de la vida de los negocios, del ámbito público, era el propio decoro de la mujer el que exigía que lo hiciera. La vida pública era campo propio del officium del hombre. 

       En la sociedad romana existe una clara tendencia dominante sobre la mujer. El matrimonio concede al marido o al padre por medio de los poderes que le están conferidos, un dominio absoluto y sin limitación sobre la persona y bienes de la mujer o de sus descendientes, poder superior a cualquier injerencia del Estado en nombre del bien común o por la tutela encomendada sobre sus ciudadanos. Hay que recordar con esto, la prohibición a la viuda de casarse dentro del llamado «año de luto». La sumisión inicial, en plano de inferioridad, de la mujer sometida al marido, se irá suavizando poco a poco. Así, como contrapeso al poder absoluto ejercida por el marido, apareció el Consejo de familia, institución benéfica, que amparaba a la mujer y que será realmente la que suponga el comienzo de una situación más optima. El consejo nunca fue reconocido por la Ley, no tuvo rango de institución social, desapareciendo en los últimos tiempos de la República, pero las costumbres lo rodearon siempre de gran prestigio moral, cumpliendo una importante función en orden a mejorar el estatus de la mujer dentro de la sociedad romana.

      La emancipación de la mujer se produce en la última centuria a.C. Comienza a participar en la vida pública, si bien sigue siendo excluida de los Comicios, Senado y Magistraturas, se encuentra en la Ley acciones de Derecho que le protegen contra la tiranía marital encontrando ante el Tribunal del Estado, amparo contra los abusos del hombre. Pese a los logros, Roma no reconoció nunca la influencia ejercida por la mujer, este reconocimiento, realmente se producirá en el cristianismo, que en la evolución del imperio romano, se produjo un paso importante para su reconocimiento.

3. El matrimonio, la dote y el derecho de la mujer:

      El derecho romano aparece como un conjunto ordenado de poderes esencialmente ilimitados; lo ilimitado de cada poder, sin dejar de ser algo real, se manifiesta sobre todo en su formulación abstracta. Es mérito de Roma el haber sabido dejar a un lado, cuando del análisis jurídico se trataba, otras naciones morales, políticas, económicas, etc., afirmando así que el derecho y la realidad de la vida no se confunden, sino que están nítidamente diferenciados. No obstante el derecho se entrelaza con el uso, con las restricciones que la moral impone, etc., pero sin confusión posible: lo jurídico es el poder ilimitado, el uso rige pero no es jurídico. 

      Sin embargo, la progresiva mitigación práctica de los omnímodos poderes se realiza sobre su ejercicio: la potestas. El poder es absoluto, pero la potestas o posibilidad de ejercicio del poder está limitada, pudiendo ser dicho, en una visión dinámica de lo jurídico, que ius es estar en posición justa en el ejercicio del poder (potestas).

       El poder absoluto del pater familias sobre todos los miembros de la domus fue uno de los poderes más recalcitrantes a dejarse limitar o moderar jurídicamente. La patria potestas es, desde el sistema arcaico, duro y patriarcal, hasta la efectiva influencia del cristianismo sobre el derecho concerniente a padres e hijos, una y la misma; sólo a través de algunas disposiciones aisladas, aunque omitiendo de forma deliberada un tratamiento unitario y radical, se alcanzó ya en época clásica que aquella dureza fuera en parte mitigada. Por cuanto respecta a la situación jurídica de la mujer in manu, si bien es verdad que viene expresada por la fórmula loco filiae mariti est, el poder que el marido tiene sobre ella no parece por completo igual al que tiene sobre los hijos, y es radicalmente distinto del que tiene sobre los esclavos. En la etapa final republicana el matrimonio tradicional en el que la mujer se hallaba in manu mariti decreció de modo considerable y, aun cuando continuó existiendo la manus, ésta fue en adelante casi mera ficción; una mayor humanización se percibe en el ya existente matrimonio libre, donde el marido y mujer están en plano de igualdad. Sin embargo, esta igualdad se produce sobre todo en el seno de la familia. La mujer es respetada y elevada a la más alta posición en cuanto mater familias, pero en cuanto simple mujer es, ante el derecho, inferior al hombre.

      Por lo demás, resulta tímida la intervención del derecho en la regulación no sólo de las relaciones personales entre cónyuges sino, incluso, en la regulación de su régimen de bienes. Son los usos, los principios consuetudinarios, los que rigen fundamentalmente en el matrimonio. Estos usos prefiguran la más tardía regulación jurídica, la cual, y sobre todo en relación con el tema esencial de la dote, se produce con exquisita adherencia a la vida prejurídica lo consuetudinaria de la institución dotal. La familia constituye un reino, un lugar sacro donde señorea el dominus: legisla y reina.

       Con respecto a la dote y matrimonio, una primera aproximación viene dada por la propia concepción romana del matrimonio y la evolución que sufre en las sucesivas etapas por las que atraviesa la vida de este pueblo. Las fuentes atestiguan su celebración desde los tiempos iníciales. Desde los orígenes se presenta como un instituto nuclear básico de la estructura social, constituye un sólido pilar que posibilita la perpetuación de las familias, la atribución de derechos y obligaciones de los cónyuges, la posición de los hijos frente al ordenamiento legal, y constituye uno de los resortes económicos de los grupos gentilicios.

       La dote es uno de los medios que posibilita el sostén de las cargas y gravámenes que todas nupcias quiritarias llevan ligadas. El pater familia ayuda a sus hijas a contraer matrimonio. Generalmente, y a tal fin, entrega un conjunto de bienes de diversa naturaleza: cosas corporales, derechos de crédito, etc. Este conjunto patrimonial tiene como principal «sustinere onera matrimonii». Otra de las funciones que cumple el instituto es de reserva financiera para casos de disolución del matrimonio por divorcio o muerte del otro cónyuge. Las mujeres son bien recibidas en las nuevas familias porque fortalecen muchos de sus maltrechos patrimonios. Esta práctica es tan antigua como el matrimonio mismo y los ciudadanos la consideran además de una obligación social, un símbolo de prestigio y de cumplir con los mores.

      Plauto confirma que la obligación de dotar es también un interés que trasciende, incluso del plano familiar, y tiene repercusiones de carácter político. Las mujeres caen en la infamia, con la correspondiente reducción de derechos, si contraen matrimonio sin dote. Sobre los modos de constitución, la dos se entrega, promete o estipula con la hija, con independencia del rito matrimonial que desee contraer, cum manu o sine manu. No importa que la mujer pase o no bajo la potestad de un nuevo cabeza de familia, que sea sui iuris o alieni iuris, porque el fin que cumplen estos bienes es independiente del status familiae que posea.

Desde el punto de vista hereditario, la evolución que se produce en la sucesión intestada a los ascendientes paternos, desde la etapa Arcaica a la época del Principado, influye en la formación de la colación de la dote. La aplicación de la rígida Ley de las XII Tablas produce distorsiones y perjuicios para los descendientes del sexo femenino; Gayo señala que la mujer emancipada es excluida de la herencia civil paterna, si el de cuius fallece sin hacer testamento, o si el que ha realizado es nulo de pleno derecho por no respetar los requisitos exigidos por el ordenamiento jurídico.

     De igual modo, son excluidos del llamamiento intestado, todos los familiares cognaticios unidos de parentesco por línea ascendente femenina. No pueden suceder la madre al hijo o la hija, ni viceversa. Los nietos quedan excluidos del derecho de poder representar a su madre emancipada premuerta, y a sus tíos maternos de ambos sexos, en la sucesión de su abuelo.

      El pretor puso remedio a estas injusticias a través de su Edicto, pues concede una bonorum possessio hereditaria a personas que la sucesión civil ab intestato no prescribe.

Cicerón, en clara alusión al Edicto vigente en su época, menciona la bonorum possessioconcedida por el magistrado, otorgando eficacia jurídica a un testamento con la firma y los sellos de los siete testigos. Posteriormente Ulpiano, en el Libro XXXIX de sus                        Comentarios al Edicto, nos indica a qué hijos el pretor concede la bonorum possessio contra tabulas y la bonorum possessio unde liberi.

 Dentro de la categoría de los liberi se encuentran los descendientes de sexo femenino que son llamados junto con los hermanos alieni iuris, esto es, los que permanecieron bajo la patria potestad del ya fallecido, a la sucesión. El pretor en el llamado Unde Liberi, concede a estos coherederos el Interdictum Quorum Bonorumpara asegurarse la posesión de los bienes hereditarios.Por otra parte, según el primer texto anterior, la mujer que ha sido preterida por el testador, sin ser nominalmente instituida ni desheredada, también está legitimada para impugnar el testamento, bonorum possessio contra tabulas.

      La hija, que está bajo potestad del ascendente, es llamada en primer lugar, por este capítulo del Edicto, junto con sus hermanos, hayan estado bajo la potestad o no del ahora fallecido. En la delación se comprenden también las adoptadas, las emancipadas, las nietas nacidas después de la emancipación de su padre premuerto bajo la potestad de su abuelo, las dadas en adopción y después emancipadas por su padre político.

      También la nieta emancipada tiene el beneficio de la Bonorum Possessio de su padre natural, fallecido con anterioridad a su abuelo. En la misma situación se encuentra la hija nacida de un padre emancipado, siempre que su abuelo haya fallecido con posterioridad a la muerte de su padre. En este marco jurídico sucesorio, según Ulpiano, se desenvuelve el instituto de la colación de la dote. El jurista nos dice que la hija que, como consecuencia de su matrimonio, haya conseguido una dote, si desea participar en el patrimonio hereditario paterno debe colacionarla a sus hermanos coherederos.

Los requisitos de la colación de la dote: a partir de lo mencionado, los presupuestos que deben darse para que tenga lugar la collatio dotis son:

a. Que se abra una sucesión ab intestato pretoria.

b. Que todos los sucesores, incluida la hija obligada a colacionar, obtengan el título de bonorum possessores por el mismo capítulo del Edicto: bonorum possessio sine tabulis o bien contra tabulas. La sucesión ab intestato secundum tabulas excluye la obligación de colacionar, pues el magistrado lo que hace es dar cumplimiento a un testamento. La hija instituida heredera está extensa de aportar su dote a la masa hereditaria, porque según afirma Ulpiano, la sucesión testamentaria excluye la colación, si no dispuso lo contrario el testador.

c. Que haya hecho lícitamente la constitución de la dote para lo que es necesario, según Ulpino, la celebración de un matrimonio válido. 

      La segunda parte del fragmento ulpianeo manifiesta un cambio radical en la evolución de la collatio dotis. La hija que es heredera civil y «non patierit bonorum possessionem» es obligada por la disposición imperial a colacionar; se abren así nuevos horizontes a la institución. La hija es obligada a aportar los bienes a la masa hereditaria para su división por el arbitrum familiae erciscundae.

Naturaleza jurídica: Hay que preguntarse antes de estudiar la naturaleza jurídica si los romanos entregaban la dote a sus hijas con ánimo de donación o no. Si era por donación, significa que la recepción de la dote profecticia por la hija es un anticipo de los bienes hereditarios en vida. Ello puede ayudar a entender la ratio de la collatio dotisen la época clásica y su evolución posterior en la etapa postclásica, que es cuando nace la Colación de los descendientes.

Ya Festo señalaba: “…Dotem manifestum est a graeco ese: nam diconai dicitur apud eos dare”. Por ello, algunos autores modernos como Lauria y Bonafante sostienen que ya desde la etapa primitiva-arcaica el pater familias dona al marido de la hija casada cum manu o pater familias, unos bienes para fortalecer su matrimonio. 

       También en épocas más evolucionadas, la constitución de la dote se puede llevar a cabo por diversos medios, y a través de negocios jurídicos diferentes, pero sin embargo la donación, como liberalidad de una persona que la lleva a cabo con respecto a otra que la acepta, fue utilizada siempre. Y aunque el marido se hacía propietario de los bienes dotales, ya en el derecho clásico existieron limitaciones legales a su capacidad de disposición. Una Lex Julia de Fundo Dotali prohibió al marido, enajenar sin consentimiento de la esposa los fundos dotales itálicos, e hipotecarlos aún contando con su consentimiento. 

       Estas opiniones jurisprudenciales ponen de relieve que las personas, en épocas clásicas, cuando constituyen o entregan una dote lo hacen al menos con animus donandi. El derecho romano clásico no imponía a cada una de las hijas dotadas, que sucede a su padre o un ascendente paterno, la obligación de conferir la dote a sus coherederos. Existen dos regímenes distintos según sea o no instituida heredera.

1. Se trata de precisar que la hija instituida heredera no está obligada a la collatio dotis cuando, después de la petición de uno de sus hermanos, ella había aceptado la bonorum possessio contra tabulas: unde si commisso ab altero edicto contra tabulas bonorum posssessionem. Es más, si por error había pedido la sucesión ab intestato, ignorando su designación como heredera, dice Papiniano que no estaba obligada a la colattio dotis, porque la hija patris voluntatem fini virilis partis retineat. Esta dispensa de colacionar por parte de la hija, instituida heredera, no es absoluto. La regla no se aplica, por ejemplo, cuando el padre imponía a su hija la collatio dotis como condición de su participación en la sucesión o cuando la parte hereditaria que la hija obtenía en la sucesión pretoria era superior a la que le confería el testamento.

Hay otra excepción concerniente a la hija dada en adopción, e instituida heredera por su padre legítimo. La institución de heredera era condición para la admisión a la sucesión pretoria, pero no confería a la hija dada en adopción, las mismas ventajas que a la otra hija. Efectivamente, la hija dada en adopción e instituida heredera, cuando era admitida a la sucesión pretoria contra tabulas, era asemejada a la hija emancipada no instituida heredera, y como ella, estaba obligada a colacionar los bona sua y la dote.

2. La hija dotada no instituida heredera, llamada a la sucesión paterna por derecho             civil  o pretorio, en principio, estaba obligada a la collatio dotis. Si no había hecho la bonorum possessionis petitio, o si habiéndola hecho, no la había obtenido, estaba dispensada de colacionar la dote.

Los sui y la collatio dotis: los beneficiarios de la collatio dotis eran los coherederos de la hija que in potestate patris fuerunt, y a los que ella perjudica por su participación en la sucesión. Cuando la hija dotada concurre únicamente con sus hermanos y hermanasin potestate, colaciona con todos. Era completamente distinto cuando participaba en la sucesión del abuelo paterno, concurriendo con sus tíos y primos. La nieta dotada, llamada a la sucesión de su abuelo, en la que participaban igualmente su tío y su hermano, no colaciona más que a su hermano.

      Efectivamente, la participación de la nieta dotada en la sucesión de su abuelo, en concurso con su hermano, no perjudica a este último. El tío recibía la mitad de la sucesión, como habría recibido concurriendo con el hijo único de su hermano premuerto. Por el contrario, el hermano de la hija dotada vería su porción viril disminuida por la mitad. Sin embargo, la nieta dotada, hija única de un padre premuerto, llamada a la sucesión de su abuelo, en concurso con su tío y los herederos de un tío premuerto, debe colacionar la dote con todos sus coherederos.

Constitución de la dote: para la constitución de la dote existía en Roma un negocio típico denominado dotis dictio y que consistía en un acto formal que se concluía verbis, uno loquente. La posibilidad de dotem dicere la tenía únicamente el pater familias de la mujer y la mujer misma si era sui iuris, o bien el deudor de ella si realizaba el acto con su autorización. En las fuentes se alude a otros modos de constitución de la dote que eran atípicos: datio y promissio dotis, que se refieren sólo a dos negocios específicos. En efecto, si la promissio dotis, que se realizaba en forma de stipulatio era el modo característico de la constitución de la dote con efecto obligatorio, este mismo efecto se podía alcanzarse mediante legatum per damnationem

      Hay que tener presente además que se entendía por datio dotis cualquier acto con un efecto real empleado en el momento de la constitución de la dote con la fidelidad de transferir los bienes dótales en propiedad al marido. Si éste era filius familias, podía constituirse la dote a favor del pater, sobre el que gravaba totalmente la obligación de la restitución. Esta misma consecuencia se producía si los bienes dótales se daban al filius, pero iussu patris. También era posible que la dote se constituyera a favor del filius,pasando los bienes dótales a formar parte de su peculium, caso en el que la obligación de restituir correspondía al filius, aunque podía hacerse valer en los límites del peculium contra el pater. Hay que tener presente finalmente, que la eficacia de la constitución de la dos estaba en conexión con la constitución del vínculo matrimonial, en el sentido de que la dote constituida antes del matrimonio, no tenía efecto si no era un matrimonio válido para el derecho civil. Si el matrimonio no se realizaba posteriormente y las cosas dótales habían pasado ya a ser propiedad del marido, el que constituía la dote podía exigirla con la conditio.

       Finalmente existía la dos receptia, esto es, aquélla cuyo constituyente ha acordado en el momento de la constitución, la restitución a él mismo en el caso de que el matrimonio se disuelva por muerte de la mujer.

La restitución de la dote: supuesto que la eficacia del acto constitutivo de la dote estaba relacionada con el hecho de que surgiera el vínculo matrimonial, cuando éste cesaba, no influía, en la época antigua, sobre la suerte de los bienes dótales, que quedaban definitivamente en el patrimonio del marido. Este sistema tenía como consecuencia el que la mujer quedara definitivamente privada de los bienes dótales, no pudiendo recuperarlos al disolverse el matrimonio, ya ocurriera esto por divorcio o por muerte del marido. Con el fin de superar estos inconvenientes se recurrió primeramente a las cauciones, mediante las cuales el futuro marido, en el acto mismo de la constitución de la dote, se obligaba a restituir ésta en caso de divorcio o, tal vez, también en cualquier caso de disolución del vínculo.

       En caso de divorcio, la mujer tenía en relación con el marido crédito cuyo objeto era la dote. Si la mujer sui iuris moría después del divorcio, la actio se extinguía, a no ser que el marido estuviera en mora en la restitución, en cuyo caso el crédito se transmitía a sus herederos. Si la mujer estaba in potestate patris, el ejercicio de la acción correspondía al pater. En caso de que el divorcio hubiera tenido lugar por culpa de la mujer o del pater familias de la misma, el marido tenía derecho a algunas retenciones. En el supuesto de la muerte de la mujer, la actio rei uxoriae no correspondía mas que a quien hubiera constituido la dos profecticia, si todavía estaba vivo. Así pues, en cualquier otro caso la dote permanecía en poder del marido, a menos que no fuera recepticia. En caso de la muerte del marido, la actio rei uxoriae correspondía a la mujer contra los herederos de él. Pero si el marido había mencionado a la mujer en su testamento, en virtud del Edictum de alterutro, contenido en el Edicto Pretorio, la mujer podía, a su elección, atenerse a la disposición testamentaria o exigir la restitutio dotis.

4. La matrona romana:

      Como hemos advertido la mujer romana participa como dueña y matrona en la vida social de la casa. Muchas son las descripciones de autores clásicos que nos presentan a la mujer como compañera y cooperadora del marido. Lisias nos relata la libertad con que las mujeres solían ir de tiendas y la costumbre generalizada de acudir junto al marido en las recepciones y los banquetes. De hecho, el escritor Cornelio Nepote señala que los deberes de la casa no ocupaban un ligar primordial en la imagen pública de una mujer; la matrona romana nunca podría ser considerada ama de casa como la ateniense. Así nos da a conocer que mientras las griegas se sientes relegadas en los interiores de sus casas, la matrona romana vive junto a su marido toda la vida exterior que a éste acompaña. Percibimos así que la matrona romanase hallaba envuelta en una aureola de dignidad, y muestra de esta considerada dignificación que recibía viene en cierta  medida correspondida con los valores adquiridos en los primeros tiempos de la historia de Roma. Si hacemos caso de las noticias transmitidas por Cicerón, la matrona ejercía sobre la servidumbre de la casa una vigilancia elevada y tiene como distintivo el huso, que es para la esposa como el arado para el marido. Es usual en las descripciones funerarias la alusión al hilado de las esposas; igualmente son ensalzadas las virtudes del recogimiento, y de la fidelidad al marido. Así, resulta normal leer en estas inscripciones epítetos como pia, casta, frugi, domiseda.

      Como dato curioso que atestigua todo esto podemos decir que en los tiempos rígidos de la República algunos ciudadanos repudiaron a su mujer, bien porque la vieron con la cabeza descubierta, bien porque en los juegos públicos se sentó entre los hombres sin el consentimiento del marido. He aquí que el mejor elogio que podían dedicar a la matrona era decir que permanecía hilando y que manifiesta prudencia obedeciendo a su marido y dirigiendo a sus esclavos. El historiador Suetonio nos cuenta que el emperador Augusto obligó a sus subordinadas domésticas a acostumbrarse a trabajar en el telar.

       En efecto, no faltaron matronas romanas que ofrecieron auténticas pruebas de tal conducta hacia sus maridos en todo el tiempo de la historia de Roma. En los primeros siglos podemos mencionar a Lucrecia que, de acuerdo con el historiador Livio, asustada por la amenaza de Tarquinio de matarla, se sometió a la lujuria de éste, y antes de vivir deshonrada brutalmente, tomó la decisión de despojarse de su vida. Muchas fueron las matronas que desde muy joven permanecieron viudas y fieles a la memoria de su marido. El ejemplo máximo de honestidad y virtud lo constituye la insigne Cornelia, hija de Escipión el Mayor y madre de los Gracos. La descripción que de ella nos refiere Plutarco nos ayuda a percibir con claridad la extraordinaria personalidad de esta ilustre romana: «Tenía muchos amigos y una buena mesa en la que demostraba su hospitalidad; siempre estaba rodeada de griegos y otros hombres cultos, y todos los reyes reinantes cambiando regalos con ella

       Así pues, las matronas romanas se mostraron generalmente involucradas en su cultura, fueron capaces de dejar ver su dominio en una sociedad, en la que siempre se presentaron junto a las actividades de sus maridos; que consiguieron hacer evolucionar algunos preceptos; y fueron partícipes de la prosperidad de sus esposos. 

5. Las jóvenes romanas: una educación para el matrimonio.

       La función primordial de la mujer en todas las sociedades, y la romana no fue una excepción, ha sido la de mantener la fecundidad del grupo social al que pertenecía, para ello fue educada y a tal fin se dirigieron los esfuerzos de cuantos la rodearon. Buena prueba de esta función la encontramos en el primer caso de divorcio, transmitido por Plutarco, el de Espurio Carvilio, que repudió a su esposa por no darle los hijos que él deseaba; o en la primitiva legislación, en donde, entre otros casos, el hombre puede repudiar a la mujer cuando ésta ha buscado por medios mágicos matar el fruto que lleva en su vientre.

       Al lado de la diferencia cronológica existe otra no menos importante y que se centra en la dualidad de la mujer romana; por un lado, las que tienen importancia en la vida de la urbe, de la familia, es decir, las matres o matronae y sus hijas, de nacimiento libre, ya fuesen patricias o plebeyas, y cuya mayor aspiración consiste en el matrimonio; por otro, las esclavas o libertas, dedicadas exclusivamente a trabajos serviles u oficios que tradicionalmente han seguido siendo tareas femeninas: bordadoras, peluqueras, etc.

La educación de la mujer en Roma va dirigida hacia esa función de procreación, de la educación de sus hijos en los primeros años de vida y de la administración del hogar, principios condensados en la famosa frase que Livio pone en boca del padre de Virginia: «He prometido a mi hija a Icilio y no a Apio. La he educado para el matrimonio, no para la vergüenza

       Un factor que de debemos tener en cuanta es que las jóvenes romanas no permanecían solteras mucho tiempo; apenas salían de la infancia, se las prometía, para casarlas lo más rápidamente posible. La edad legal del matrimonio eran los doce años, pero desde los siete podía estar «prometida» oficialmente e incluso, a veces, era conducida a casa del novio con un título equivalente al de «desposada». Plutarco relaciona esta precocidad a una reglamentación antigua que se remontaba al rey Numa y que el casarse a edad tan temprana se debía «a que aportaran a sus esposos un cuerpo y un corazón puros e intactos», pero debieron existir otras razones: el deseo de establecer lazos entre dos familias, el temor de dejarse desbancar en la elección de un rico heredero o, como dice Plinio el Joven, el deseo del marido de formar a la mujer a su gusto. El hombre, por el contrario, se casaba mucho mayor, según los testimonios conservados, parece que incluso en las clases medias e inferiores eran excepcionales los matrimonios de hombres menores de dieciocho o veinte años.

       Una de las mayores preocupaciones de la madre para poder casar a sus hijas era su belleza física, y en este sentido rogaban continuamente a las divinidades para que les otorgasen este don, como nos atestigua Juvenal: «Cuando una madre ve un templo de Venus, ansiosa, formula los deseos más necios, una belleza pequeña para sus hijos y una mayor para sus hijas.»

       Venían después los años en que era preciso preocuparse de su educación. Como el papel de la mujer se limitaba, en situaciones normales, a cuidar el interior de la casa, se las iniciaba ante todo en las tareas domésticas. En los primeros siglos de Roma, en las familias campesinas, mientras los hijos varones ayudaban en las faenas del campo, sus hermanas ayudaban en las casas. Las niñas aprendían a tejer e hilar, pues el ama de casa confeccionaba los vestidos de la propia familia. El trabajo de la lana era una actividad ligada íntimamente al sexo femenino, como lo prueba el hecho de que en el cortejo nupcial detrás de la novia fueran dos sirvientas que portaban un huso y una rueca, como símbolos de la función por excelencia de la mujer en el hogar. Es más, conocemos por muchos epitafios que el trabajo de la lana era una actividad de la que se enorgullecían mucho las mujeres de la casa. Todavía en la época imperial seguían las mujeres dedicándose a esta actividad doméstica e incluso, según Suetonio, a las hijas y nietas de Augusto se las obligaba a tejer e hilar, y el emperador sólo utilizaba a diario ropa tejida por las mujeres de su familia. También en la Laudatio Turiae, el marido, al pronunciar la oración fúnebre, ensalza, entre otras virtudes, el que su esposa compartía con todas las mujeres honradas su dedicación a las labores de la lana. Por supuesto, en las clases medias y bajas estas actividades eran mucho más habituales. Al lado del tejido e hilado se les enseñaba a bordar, y tenemos constancia de que Varrón instaba a las muchachas a que se entregasen a esta tarea. Por otra parte, Columela se quejaba de la pereza de la mayoría de las mujeres, demasiado entregadas a sus placeres y que no vigilan lo que se hila o teje en sus casas.

       Otro factor importante a considerar es que en época monárquica y republicana la educación estaba centrada fundamentalmente en la familia. El pater familias está investido de una gran autoridad y al mismo tiempo existe un profundo respeto por la madre. Hay una total unanimidad en las fuentes latinas en que hasta los siete años los niños, independientemente del sexo, permanecían con las mujeres en casa. Según la mayoría de los autores el papel de la mujer como educadora de sus hijos es extraordinario y los ejemplos numerosos, especialmente en la República. Livio, al narrar una anécdota sobre Coroliano, dice que la influencia de la madre marca al hombre durante toda su vida. También Tácito, en su Diálogo de los oradores, al dar razones sobre la decadencia de la oratoria y contrastar la educación de época republicana con la de sus contemporáneos, piensa que una de las causas de esta decadencia estriba en que los hijos ya no se crían en el regazo y en el seno de su propia madre y ésta ha perdido su papel fundamental de velar por la casa y ser una esclava para sus hijos. A continuación, el historiador cita una serie de ejemplos de madres modélicas: Cornelia, madre de los Graco; Aurelia, madre de César, y Hacia, madre de Augusto, quienes se preocuparon tanto por la educación de sus respectivos hijos que lograron que éstos alcanzaran el poder supremo. Con respecto a estos tres modelos, hay que decir que, en primer lugar, se trataba de mujeres viudas, en segundo lugar que pertenecían las tres a las más antiguas e ilustres familias romanas y su educación debía haber sido superior a la de las demás mujeres de otras clases sociales, que apenas podrían, en caso de viudedad, enseñar a sus hijos a leer y escribir, teniendo en cuenta que la mayoría de ellas, sobre todo en las clases sociales bajas, no poseían dichos conocimientos.

       Si bien hasta los siete años existía una educación común para niños y niñas, consistente normalmente en enseñarles a contar, leer y a veces recitar versos, a partir de este momento nos encontramos con una diferenciación, mientras que de la educación de los hijos se encargaba el padre, las hijas permanecían en la casa, a la sombra de la madre, aprendiendo las labores propias de su sexo. El joven, por el contrario, además de ir al Campo de Marte a ejercitarse en las armas y recibir una enseñanza superior, acompañaba al padre al foro, a la curia y se iniciaba en el campo de la política.

        No tenemos constancia alguna de que en el período republicano las niñas fueran enviadas a la escuela a partir de los siete años, como ocurría con los niños, ni tampoco de que recibieran en casa una educación superior; es solamente a finales de este período cuando poseemos algún dato de que las hijas de las clases altas se beneficiaban de la educación superior que podían proporcionarle sus preceptores. Por otro lado, la enseñanza secundaria se iniciaba aproximadamente a los trece años, y a esa edad contraían el matrimonio algunas de ellas; incluso tenemos noticias de que algunas jóvenes recibieron su educación después de casadas, como sucedió en el caso de Atica, esposa de Agripa e hija del gran amigo de Cicerón, Atico, quien contrató al liberto Quinto Cecilio Epirota para que la instruyese.

        La mayoría de las veces, no sólo la educación superior, sino incluso el aprendizaje doméstico debía terminarlo bajo la dirección de su suegra o de sus cuñadas o de las tías de su esposo. En su propia familia sólo habría adquirido las nociones indispensables.

Ya en época republicana hay que señalar una diferencia entre las matronas, que “estaban destinadas a ser fecundas y tristes administradoras”, y las cortesanas, que recibían una educación más acorde a su papel social, tomaban clases de música, se les enseñaba a recitar versos y a cantar. Disciplinas poco apropiadas a una matrona, como nos confirma Salustio al hablar sobre Sempronia, madre de Bruto y mujer de origen noble: «Instruida igualmente en las letras griegas y latinas, tocaba la cítara y bailaba con más arte que el que convenía a una mujer honrada

6. La cesión de la mujer con fines de procreación según la concepción de la familia romana arcaica y preclásica:

      En las fuentes literarias, Plutarco nos relata que un romano que se creía con bastantes hijos, persuadido por otro que los deseaba era dueño de cederle la mujer y de volver a recibir; y que por otro; un lacedemonio, cedía a su mujer no en matrimonio, sino para que otros tuvieran hijos con ella. Muy famoso es también lo ocurrido en el último siglo de la República y relatado por algunas fuentes literarias a la cesión de Marcia realizada por su esposo Catón a su amigo Hortensio, según no informa también Plutarco. Frente a estas noticias, las fuentes jurídicas no mencionan tales prácticas, centrándose en la institución del matrimonio para regular las relaciones familiares y, especialmente, los cambios de status que podían provocar en las mujeres, al ser éstas las que procuraban nuevos hijos al contraer matrimonios legítimos con varones de otros grupos. Sin embargo, en las definiciones en torno al matrimonio que encontramos en la compilación justinianea, se presume o se deduce – pero no se dice expresamente- que la procreación sea uno de los fines primordiales del mismo. Concretamente, dos son los textos que lo definen: 

1. «Nuptiae autem sive matrimonium est viri et mulieris coniunctio, individuam consuetudinem vitae continiens».

2. «Nuptiae sunt coniunctio maris et feminae et consortium omnis vitae, divini et humani iuris communication».

      Como se puede apreciar, no se habla expresamente de la procreación, pero las expresiones matrimonium est viri et mulieris coniunctio o bien coniunctio maris et feminae podrían identificarse con ella, es decir, como fin primordial del matrimonio. Y ello, en base a que la procreación no se fundamenta simplemente en las normas del ius civile o del ius gentium, sino en el propio ius naturale.

       Sea como fuere, lo que sí está claro es que toda la problemática en torno a la procreación fue un instrumento más del poder familiar y del poder público para conseguir un incremento de la población lo suficientemente alto que permita la ejecución de los distintos intereses familiares y estatales que imperen en cada momento y en cada época histórica.

7. Concubinato en la sociedad romana:

      Concubinato era en Derecho romano la unión entre un hombre y una mujer sin affectio maritalisEsta característica tiene como consecuencia que no se confunda con la situación de matrimonio. Por otra parte, la nota de estabilidad los distingue de lo que sería una simple relación sexual. No estuvo castigado por la Ley, siendo admitido en la conciencia social de la época. Las leyes matrimoniales de Augusto, Lex Iulia et Papia Poppea, Lex Iulia de Adulteriis, contribuyeron a su difusión aunque imponían una serie de prohibiciones con respecto a determinadas mujeres de condición baja o deshonesta. Durante el periodo clásico el concubinato no fue objeto de regulación jurídica. Si lo fue con los emperadores cristianos. La influencia del cristianismo será decisiva en su configuración. Se tutelaron los intereses de la familia legítima, de esta manera, los legados y donaciones a la concubina y a sus hijos se prohibían o limitaban. Se incentivaba la celebración de matrimonios, por ejemplo, premiando con la incentiva la legitimación de los hijos naturales Justiniano otorgó un trato de favor al concubinato. Abolió las prohibiciones de Augusto, considerándose una unión estable con mujer de cualquier condición aunque sin affectio maritalis. Además, se aplicaron al concubinato los requisitos del matrimonio- monogamia, edad de doce años para la mujer- así como los impedimentos de afinidad y parentesco. Se produce una evolución de la situación de concubinato que culminará con un trato más favorable y una mayor equiparación con respecto al estado matrimonial. Al lado y a la sombra del único matrimonio legal, justae nuptiae, las costumbres conformaron otra unión: el concubinato. Concubinato y matrimonio eran situaciones de hecho muy parecidas, por lo que se podían confundir. Se diferenciaban, aparte de la forma de celebración, ya que el concubinato no requería ninguna solemnidad, en la intención de las partes, animi intentione, en el afecto del hombre y en la dignidad de la mujer. La diferencia básica residía en el consentimiento o voluntad de realizar la unión, no bastando sólo con la convivencia. El consentimiento matrimonial, affectio maritalis a consensus, debía ser continuo, productor de un vínculo que existiese de por si, independientemente de la emisión primera del acto. No es el amor lo que causa affectio, sino la voluntad en la que radica la responsabilidad en relación con los efectos jurídicos.

       El consentimiento constituye el matrimonio, se trata de un simple contrato cuyo cumplimiento dependía sólo de la buena voluntad de los contrayentes. Su forma quedaba a intereses privados, sin que solemnidad pública alguna interviniese en él. Siendo, por tanto, tan fácil formarlo como disolverlo, un acuerdo de voluntades une a los esposos, un desacuerdo los separa. Para los cónyuges su unión es perfecta, para la sociedad puede decirse que no existe, ya que no interviene ningún sacerdote, ni magistrado que le de carácter público. Eran las nupcias, ceremonia en la que se aunaba la religión y el Derecho, las que revestían de carácter público el contrato privado. En este momento, la Ley acogía en su seno a la nueva familia y la religión santificaba el matrimonio, quedando establecido el consortium omnis vitae. Celebrada las nupcias ya no cabe la disolución del matrimonio por acuerdo mutuo, ya que este no es sólo el constituyente del mismo, la religión y la ley lo han consagrado, la unión conyugal producía todos sus efectos en el orden civil y religioso. En ocasiones, los contrayentes extendían una acta, indiferente en la validez del matrimonio, con objeto de arreglar las conveniencias que se pudieran referir a los bienes, instrumenta dotalia o como medio de prueba del matrimonio, nupciales tabulae. Por el contrario, el concubinato es una unión sin propósito de construir matrimonio, celebrado entre personas de diferente sexo, unión que no estaba penada por la ley. Debía existir vida marital, para que existiera, consuetudo, en ello se distingue de cualquier unión pasajera. Se trató de una relación reconocida socialmente. Fue una unión sexual lícita que fuera monogámica y permanente, con la recíproca intención de estar unidos.

       El origen de concubinato se encuentra en las Leyes caducarías, donde fue sancionado y reglamentado, quedando algunos fragmentos de estas leyes. Se trata de una unión de hecho, por lo que en un primer momento no producía efectos jurídicos. Las concubinas no participaban de la dignidad del compañero, no existía vínculo perpetuo, ni dote, ni donación proper nupcias, ni se aplicaban las disposiciones que regulaban el régimen de los casados, la ley no otorga en esta unión el título de vir uxor, no se aplicaba tampoco la sucesión ab intestato.

        La mujer concubina se define como: «femina quea cum uxor non esset, cum aliquo tamen vivebat, femina pro uxore». Se trata de una mujer soltera que vive con alguien como si fuera casada. Ser concubina no era algo deshonroso, no era una situación contraria a la moral romana. Cuando no era posible la celebración de matrimonio se acudía al mismo como forma alternativa. Siendo utilizado por personas de alta categoría social. El concubinato tenía un rango inferior a las justas nupcias y una posición intermedia entre estas y las demás uniones. No toda vida marital fuera de las justas nupcias era considerada concubinato, eran necesarias una serie de condiciones para poder crearse tal unión:

– No podían unirse en concubinato los que se hallaban en matrimonio ya con tercera persona o ligados en grado de parentesco que impidiese el matrimonio, pues de lo contrario había adulterio o incesto.

– Debía existir el libre consentimiento de ambas partes, no podía mediar violencia o corrupción, estos defectos se suponía que existían cuando la mujer era ingenua o de buenas costumbres.

– Por virtud de la presunción anterior, sólo podía tenerse en concubinato las mujeres que además de ser púberes, fueran de mala opinión, esclavas manumitidas o las ingenuas que hubieran declarado expresamente su voluntad de descender a la condición de concubina.

– No se podía tener más de una concubina. Se observa semejanza con el matrimonio. El primero llega a llamarse inaequale conjugim, las leyes dicen que la concubina se distinguía de la mujer legítima solo dilecto nisi dignitate. En caso de duda se establecieron presunciones.

– La concubina puede ser de cualquier edad, siempre que no sea menor de doce años. Era requisito fundamental la condición social de la mujer. Se trata de mujeres púberes, libertas, mujeres que ejercen la prostitución, de malas costumbres y mala fama, aunque hubieran nacido en buena familia. Elconcubinato se prohíbe con la mujer de honestas costumbres, las ingenuas, aunque será posible con algunas de estas siempre que su nacimiento hubiera sido obscuro loco natae, es decir, en un lugar no considerado honesto, ya que por este motivo podría estar abocada a malas costumbres.

       En toda la historia de Roma está presente la moral, la consideración social. Un hombre no podía tener a la vez dos mujeres legítimas, pero sí una legítima y otra ilegítima. Si la esposa no toleraba esta situación, tenía dos posibilidades: o bien divorciarse o estipular una pena antes de la celebración del matrimonio o incluso en el matrimonio mismo, en el supuesto de que en el futuro el marido tuviera una concubina.

Otro aspecto relevante era la situación de los hijos de los concubinarios. Se consideran naturales, seguían el nombre y la condición de la madre, gozando de los derechos que daba la cognición. Los hijos eran sui-iuris desde su nacimiento ya que la madre no tenía patria potestad. Con el tiempo, Constituciones Imperiales, autorizaron al padre a dejarles cierta porción de patrimonio: declaraban a los hijos con derecho a participar en la sucesión intestato del padre y facultaban a este para poder elevarlos a la categoría de legítimos mediante la legitimación, de esta manera, los hijos naturales eran equiparados total o parcialmente a los legítimos. Por otro lado, la concubina no tenía autoridad para legitimar, además, la legitimación no variaba la relación jurídica que los hijos tenían con la madre antes de ser legitimados. Podían legitimarse a los hijos de concubinato y a sus descendientes legítimos, pero no a la descendencia ilegítima de estos hijos, cuya legitimación correspondía a su respectivo padre. Era requisito indispensable que los hijos consintieran dicha legitimación. 

       La regulación de Justiniano hace del concubinato un instituto jurídico pero de ahí a que sea considerado como una forma de matrimonio hay un abismo, fue una unión de tipo matrimonial aunque de clase inferior. En el concubinato no existirá la affectio maritalis, ni los hijos son legítimos de los mismos. Siendo la principal vía la celebración del subsiguiente matrimonio. Justiniano derogó obstáculos que la legislación oponía a los matrimonios, limitando la extensión del concubinato eran menos las personas que tenían que recurrir a esta unión al poder acceder más fácilmente al matrimonio.

        Las uniones concubinarias fueron abolidas en oriente en tiempos de León VI El Filósofo en el año 837 d.C., emperador que derogó las leyes que permitían el concubinato como contrarias a la religión y al decoro público, subsistiendo en Occidente hasta el siglo XI donde no alcanzó la autoridad de la prohibición de una forma tan directa e inmediata como en Oriente. El cristianismo que velaba por la moralidad de las costumbres, censuraba el concubinato y por otra parte, su espíritu de caridad exigía que se mejorase la situación de los hijos habidos en estas uniones, lo que provocará la evolución de la situación de concubinato. Su ocaso se produce de forma evolutiva por la influencia moral del cristianismo.

8. Las esclavas:

      Entre las mujeres que vivían en Roma, las que se encontraban en la peor condición, la más dura e inhumana, eran las esclavas. Jurídicamente consideradas objetos y no sujetos de derecho, las esclavas se destinaban a las tareas más pesadas: limpieza, molienda del grano, cultivo de los campos. Pero, en comparación con los machos, tenían un deber ulterior: el de estar a disposición de los miembros masculinos de la familia siempre que éstos, como ocurría con frecuencia, prefiriesen mantener sus relaciones sexuales extramatrimoniales con las esclavas de casa antes que con prostitutas. En este sentido, parece casi superfluo decir que las esclavas no podían casarse: al no tener el conubium, es decir, la capacidad de contraer iustum matrimonium, su relación con un hombre, aunque fuese duradera y de naturaleza conyugal por sus intenciones, era sólo una relación de hecho. Cuando estaban unidas a un hombre de condición servil también él, como ocurría regularmente, su unión (que se llamaba contubernium y no matrimonium) podía ser interrumpida en cualquier momento por el patrón, si se le ocurría vender a uno de los convivientes.

      Las esclavas tampoco tenían derecho alguno sobre los hijos, que estaban bajo la dominica potestas del patrón, también ellos en condición de esclavos.

9. Prostitución:

      La prostitución fue una de las actividades lucrativas que existieron en el mundo romano. Había de tres tipos:

– Las cortesanas, finas y educadas, que eran semiprofesionales.

– Las mesoneras o venteras, que ofrecían sus servicios a los viajeros.

– Las prostitutas en el sentido más estricto del término, que actuaban en la vía pública o en burdeles ad hoc.

      En los tres casos se conocen bien los aspectos cualitativos (tipos de mujeres, condiciones de trabajo, consideración social), pero las fuentes transmiten deficientemente los cuantitativos, de manera que resulta difícil delimitar el nivel de vida que podían mantener. Aunque pueda presumirse que la prostitución se difundió por todos los puntos del Imperio romano, la documentación existente se concentra principalmente en Pompeya y en Roma, con una supervivencia jurídico-fiscal procedente de Oriente. El carácter de las fuentes es primario en un caso (los graffiti pompeyanos y una estela de Palmira) y literario en otro (los epigramas de Marcial).

       Consecuentemente, el carácter aleatorio obedece a unas razones de cierta lógica que confieren a dichas fuentes un crédito bastante aceptable, ponderada cada cual en su contexto: 

– Los graffiti pompeyanos deben considerarse como un documento sumamente objetivo y veraz, y los restos arqueológicos, algunos en magnífico estado de conservación, permiten conocer, además de las escuetas referencias del graffiti, las características de los establecimientos y la experiencia y prácticas de estas profesionales.

– La estela procede de un importante nudo comercial y, aunque los productos de intercambio fueran fundamentalmente otros, la casualidad de este hallazgoimplica que también existía un comercio carnal, cuya contribución al erario se fijó, como se fijaba la de cualquier otro producto.

– Los epigramas de Marcial recogen la vida cotidiana de la capital del Imperio, donde había mercado para las más variadas formas de prostitución, por lo que hubiera sido realmente ilógico que hubiera desaparecido todo resto de su existencia.

      No obstante, la abundancia de burdeles documentada en ciudades como Roma y Pompeya revela que existía un comercio carnal bastante activo, al menos en ciudades que reunieran las características de estas dos ciudades, que ciertamente no eran muchas.

De ahí que la vida que llevaban estas mujeres era miserable, situación que se agravaba cuando el deterioro físico hacía difícil obtener algún rendimiento por la oferta de sus servicios, situación que, aunque caricaturescamente, hay que reconocer que pinta magistralmente Marcial en el epigrama X, 75: «Hace tiempo Gala me pidió veinte mil sestercios y, lo confieso, no eran demasiados. Pasó un año: «me darás diez mil sestercios», dijo; me pareció que me pedía más que la vez anterior. Cuando ya, después de seis meses, me pedía dos mil, yo le daba mil. No quiso aceptarlos. Habían pasado quizá dos o tres calendas, ella misma espontáneamente me pidió cuatro monedas de oro. No se las di. Me rogó que le enviase cien sestercios; pero también esa cantidad me pareció demasiado grande. Recibí una esportilla pobre de cien cuadrantes; la pretendió: le dije que se la había dado a un esclavo. ¿Acaso pudo descender más abajo? Lo hizo. Se ofrece gratis. Gala se me ofrece voluntariamente: Yo digo que no.», y que simboliza el drama de las que ejercían esta profesión.  Evidentemente, la prostitución en sentido estricto no era una profesión rentable en el mundo romano.

10. El aseo de la matrona romana:

      La mujer romana realizaba su aseo cotidiano de un modo similar al del marido. Como él, se acostaba con la vestimentae interior: el licium, el sujetador (strophium, mamillare) o una especie de corsé (capetium), una o varias túnicas y, a veces, ante la desesperación de su esposo, un manto. Por consiguiente, nada más levantarse sólo tenía que calzarse las sandalias y ponerse el amictus y, a continuación, se lavaba la cara y las manos. Tanto en el hombre como en la mujer y hasta que llegaba la hora del baño, lo esencial de la cura corporis consistía en una serie de cuidados para nosotros accesorios. 

       Fueron los juristas los que, al realizar la lista cronológica de las emperatrices,     nos brindaron los detalles de los distintos pasos que seguían la coquetería femenina        para culminar su aseo. Los objetos personales se dividían en tres categorías: los objetos de aseo (mundus muliebris), los objetos de adorno (ornamenta) y el ropero (vestis). En el término vestis se incluyen las diferentes piezas de tela con las que se confeccionaban los vestidos. Entre los objetos de aseo, «gracias a los que la mujer se hace más limpia», se encuentran las palanganas, recipientes (metallae) y espejos (specula) de cobre, plata y a veces, vidrio laminado no con mercurio, sino con plomo; y cuando era una romana lo suficientemente rica como para desdeñar la hospitalidad de los baños públicos, la bañera particular (lavatio). En los ornamenta se incluían los instrumentos y productos necesarios para su embellecimiento, desde peines y broches o fibulae, hasta los ungüentos que se untaban o las joyas que lucían. Sólo a la hora del baño era posible armonizar el mundus y la ornamenta, ya que por la mañana tenían el tiempo justo para arreglarse.

       Lo primero que hacía la romana era ordenarse el cabello. En el período del Imperio esta tarea no resultaba sencilla. Hacía mucho tiempo que las matronas habían abandonado la simplicidad de los peinados republicanos, exceptuando un breve período del reinado de Claudio, peinado que consistía en hacerse raya en medio y recogerse el cabello en un moño. Con Mesalina aparecen los peinados rizados cuya complicación y pomposidad caracterizan la iconografía femenina de la época Flavia. En los años siguientes, las damas que marcaban la moda, como Marciana, hermana de Trajano, o Matidia, su sobrina, dejaron de peinarse según la moda Flavia. Pero esto no significó abandonar la costumbre de hacerse con las trenzas diademas tan altas como torres, «Observa- dice Estacio en una de sus silvas- las gloria de esta frente sublime y las tribunas que forman su cabellera». Juvenal también se divierte ante el contraste entre la corta estatura de cierta mujer elegante y la pretensión de un peinado que parecía no acabar nunca: «¡Cuántos pisos superpuestos! ¡Cuántas estructuras en el edificio que soporta su cabeza! De frente se la podría tomar por Andrómaca; de espaldas merma como si la observáramos a vista de pájaro: ¡es como si se tratara de otra mujer!».

       Del mismo modo que sus esposos no podían prescindir del tensor, las romanas no hubieran podido pasar, para componerse estas obras monumentales, sin la habilidad de sus peluqueras, las ornatrices, éstas no sólo debían ser hábiles como peluqueras, sino que además debían encargarse de la depilación y el maquillaje, de ahí que algunas padecieran las iras de las grandes matronas por un rizo mal colocado.

       Después del tiempo empleado en el arreglo del pelo, la mujer romana procedía a maquillarse, así que sacaba con mucho cuidado su caja de cosméticos de su armario nupcial y cerraba la puerta para que nadie la viera, era de mala educación que un hombre viera como se embellecía su mujer, se colocaba color blanco para la frente y los brazos, el rojo para los pómulos y los labios, y el negro para las pestañas, cejas y el contorno de los ojos. Cuando el maquillaje había finalizado, la matrona procedía a colocarse todas sus joyas, primero la diadema del pelo, seguido de los pendientes, el collar, los brazaletes, sortijas y aros en los tobillos y en los brazos. Finalmente procedía a vestirse.

       Lo primero que se colocaba la mujer romana era una túnica larga llamada stola, algunas de ellas adornadas con bordados que mostraban su condición o estatus, acompañado por un cinturón llamado zona. Posteriormente cubría la túnica con un chal que cubría desde los hombros hasta los pies llamado supparun o palla (manto cuadrado con pliegues), el tipo de tejido dependía mucho de los gustos pero prefiriendo a la lana, la mujer optaba por el algodón o en el caso de que tuviera posibilidades la seda de llamativos colores llegada de Oriente y decorada con ornamentaciones. Sobre la cabeza podía colocarse un velo o incluso una redecilla bastante antiestética anudada con una diadema. En el cuello llevaba un pañuelo anudado, y en el brazo una mappa, que sería una especia de pañuelo para secarse el sudor, en una de las manos un abanico de plumas llamado flabellum, y en la otra si no tenía nadie que la llevara por ella, una sombrilla para protegerse del sol llamado umbella. Contrariamente a lo que muchos pensaron, la mujer romana llevaba bordados con dibujos en sus túnicas, así pues la imagen de la mujer con vestimenta lisa de colores es en cualquier caso otra de las muchas posibilidades de tejido.

        Desde finales del siglo segundo aparecen los primeros síntomas de un cambio profundo en la sociedad y que afectan también al sexo femenino y a su emancipación; pero serán las propias mujeres quienes, para sostener su nuevo papel y emanciparse, saben que necesitan instruirse. Algunas, cuyas abuelas apenas sabían leer, han tomado gusto a las cosas de espíritu; por ejemplo, Caerelia, una vieja amiga de Cicerón, se interesa por la filosofía y pasa por ser la primera lectora del tratado De Finibus, incluso escribe al autor instándole a que le mande una copia antes de la edición.Este cambio es todavía más sustancial en el Imperio; la condición de las mujeres está en plena transformación. El matrimonio llega a reducirse, a veces, a un compromiso entre dos personas y el divorcio se puede iniciar y llevar a cabo tanto por parte del hombre como de la mujer. Desde el punto de vista de la educación, hay también un gran avance y evolución; aún así siguen existiendo diferencias entre los dos sexos.

En líneas generales, la mujer, ha recibido una educación distinta de la de los hombres y dirigida esencialmente a su papel de procreadora y administradora del hogar. El denominador común de la mujer romana ha sido la discriminación educativa e intelectual.

 Bibliografía: 

  • CANTARELLA, EVA. La calamidad ambigua. Ediciones clásicas (Madrid).
  •  BORRAGÁN, NIEVES. La mujer en la sociedad romana del Alto Imperio (s. II d.C.). Editorial Trabe.
  •  VERDEJO SÁNCHEZ, Mª DOLORES. Comportamiento antagónico de la mujer en el mundo antiguo. Editorial Atenea.
  • GREMEDES, IGNACIO. PARICIO JAVIER. Dos et vitus. Devolución de la dote y sanción a la mujer romana por sus malas costumbres. Editorial Bosch, Casa editorial.
  • SUÁREZ BLÁZQUEZ, GUILLERMO. La dote de la mujer en el derecho de sucesiones.
  • CARCOPINO, JEROME. La vida cotidiana en Roma en el apogeo del imperio. Editorial Temas de Hoy.
  • GARRIDO GONZÁLEZ, ELISA. La mujer en el mundo antiguo. Editorial de la Universidad Autónoma de Madrid.
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